Estaba pendiente este post desde nuestro último PicNic Online, en el que hablamos de como se vive la sexualidad cuando estamos inmersos en un proceso de Reproducción Asistida.
Tanto Miriam Sobrino, la sexóloga que nos acompañó, como Eva Bernal, han redactado sendos artículos hablando de recomendaciones (Miriam) y su propia experiencia (Eva).
Si pinchas AQUÍ, podrás leer sus post.
Aquí va el mío…
Recuerdo perfectamente el día en el que Marido y yo sin decirnos nada nos miramos y pensamos que aquel era un buen momento para comenzar todo eso que debíamos hacer para tener un hijo.
Realmente no iba a cambiar nada… debíamos seguir haciendo lo mismo que siempre pero sin ningún tipo de artilugio anticonceptivo de por medio.
Así que nos pusimos manos a la obra y nuestro viaje de novios a Punta Cana se convirtió en un “¿Te imaginas que volvemos embarazados?” y nos reíamos mucho con eso porque yo estaba convencida que a nuestro bebé se le pegaría el aire caribeño y nacería hablando como los protagonistas de Cristal, arrastrando las eses como Pixi y Dixi o bailando con el mismo arte que Ricky Martin.
No fue así, claro… y tuvieron que pasar muy pocos meses para que se me cortaran las ganas de reírme cada vez que me bajaba la regla.
Hacer el amor comenzó a transformarse y pasó a ser “eso que teníamos que hacer para quedarnos embarazados”.
Ya se que todo el mundo te aconseja que no indagues en Internet, que no busques, que no leas… pero es que yo soy desobediente y cabezota por naturaleza y sin medio miramiento me hice fan de páginas de calendarios menstruales que calculaban mis ciclos y me indicaban que día debía apoyarme en el quicio de la puerta de nuestro dormitorio y aletear las pestañas como Liz Taylor en La gata sobre el tejado de zinc.
Hubo una cosa que si me juré a mi misma y fue que jamás de los jamases haría esa cosa de elevar las piernas hacia el techo después de acostarme con mi marido, porque una tiene su dignidad y me parecía la cosa más cutre del mundo mundial… pero como la cosa se alargaba, un día me sorprendí a mi misma acomodando un almohadón sobre mis riñones y mirándome las uñas de los pies.
El resto de la historia ya la sabéis… porque probablemente es similar para todas: una cita con el ginecólogo, análisis, pruebas, resultados… y ante tus narices el cartel de la Unidad de Reproducción Asistida.
Mientras todo lo demás se iba sucediendo, nosotros, por nuestra parte, seguíamos haciendo los deberes e intentábamos hacer “eso que teníamos que hacer” cuando en mi agenda dos corazones enormes anunciaban que esa noche había… (perdón, voy a ser soez, pero es que me lo estoy poniendo a huevo a mi misma)… “Merengue-merengue”.
Mentiría si dijera que la cosa no cambió. Durante meses y meses y más meses, en aquellas citas cerraba los ojos y solicitaba que por acción divina aquel pequeño y diminuto espermatozoide se pusiera las pilas e hiciera buenas migas con mi óvulo.
Pero no fue así, porque cuando la Naturaleza se pone cabezona no hay quien la saque de sus trece.
Al igual que a nivel emocional me pregunté muchas veces si después de todo aquello, dejaría de estar triste y apesadumbrada y volvería a ser la misma, también me cuestioné si nuestros “pinchitos” (perdón otra vez) volverían a ser tan naturales e imprevistos como antes.
Y aquí os puedo confesar que así es.
Cuando todo pasa y esta historia ha concluido, te sorprendes un día en el que ya no apuntas cuando te ha bajado la regla… en el que ya no calculas tus días fértiles, ni cuando la luna y los astros son propicios para que ese deseadísimo bebé se cuele en tu vientre.
Ese día llega, de sorpresa, cuando todos tus conflictos emocionales se han resuelto (y creerme, se resuelven, tarde o temprano cada cosa ocupa su lugar) y en el caso de personas como nosotros que al final no hemos podido tener un bebé, tras pasar el duelo, afrontar la situación y ver la cara amable de la vida que no esperabas fuera así… cuando todo eso se recoloca en tu interior, vuelven los días de polvos locos, de disfrutar en la cama (o donde sea) con tu marido, de sentirte hermosa, deseada y de no preocuparte demasiado por si aquel pequeño y diminuto espermatozoide encontró la manera de anidar en ti.
Y digo “demasiado” porque a día de hoy ha pasado un año de todo aquello, tiempo que considero relativamente poco y en cada relación pienso que… “¿Y si…? ¿Podría ser que…?”… aunque, también es verdad, que estas preguntas pasan muy fugazmente y son el resultado de la costumbre de pensar lo mismo durante cinco largos años.
Como no estoy muy bien de la azotea, es probable que con noventa años esté convencida de que tengo la falta más larga de la humanidad y asuste a Marido alzando las cejas e insinuándole que tal vez, al final, lo hayamos conseguido… (espero que no se me vaya tanto la perola, pero todo podría ser…)
En resumen quería transmitiros que la preocupación, la ansiedad, el cambio de chip en nuestras relaciones sexuales es absolutamente normal. Nuestro proyecto por quedarnos embarazados abarca tanto y es tan luminoso que hace algo de sombra a la pasión, el deseo y las ganas de emular a Kim Basinguer en Nueve Semanas y Media.
Pero tranquilos, todo volverá a su sitio… os reecontraréis de una manera tan hermosa y perfecta que será como comenzar de nuevo. Y decidme si me equivoco… ¿Pero hay algo mejor que las primeras veces?
Entretanto agarraros bien de la mano, deciros muchas veces “Te quiero”, mimaros, cuidar al otro y permitiros una licencia de vez en cuando saliendo a cenar por ahí, en plan “Mira cariño, me he puesto guaperrr solo para ti”… porque es el modo de reconquistarnos una y otra vez.
Y para eso, cualquier momento es perfecto.
Este artículo está especialmente dedicado a mi marido, la persona que me ha enamorado mil veces y a la que quiero con toda mi alma.